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No cabe duda de que estamos en el Gobierno del cambio, de que en nuestra Colombia muchas cosas están dejando de ser lo que han sido por siglos, no solo en las formas sino también en su esencia. Tener el primer gobierno de izquierda y a la primera mujer negra como vicepresidenta en 200 años de república; a indígenas, afros y líderes sociales en la representación internacional y altos cargos del Estado, a la más grande bancada parlamentaria, de amplia representación sectorial y territorial, dan cuenta de que se ha roto lo que parecía la eterna sucesión de poder entre unas pocas familias y sus lugartenientes.

Aunque el reto es grande, porque esa élite tradicional se opone obstinadamente al cambio y ha construido pesadas estructuras de captura del Estado, la realidad se ha venido transformando y lo seguirá haciendo a medida que avancemos en la consolidación de este proyecto político desde cada rincón del país.

Sobre la mesa están los proyectos de reforma que confrontan este sistema excluyente, como el laboral, que pretende devolver los derechos y la dignidad a los trabajadores, sin desconocer las condiciones de los pequeños negocios como mayores generadores de empleo; el de salud, que apunta a que deje de ser un negocio privado y a garantizar que su presupuesto se invierta efectivamente en los usuarios y la red hospitalaria; y el de pensiones, que busca incluir a la enorme masa de personas mayores que no pueden gozar de un buen retiro o tienen en riesgo la posibilidad de lograrlo.

La lucha también es por generar mayor riqueza con criterio equitativo y de responsabilidad con las generaciones futuras, con propuestas que dignifiquen la producción y superen la visión extractivista que solo nos deja graves daños. El reconocimiento de los campesinos y campesinas como sujetos de derecho, con una jurisdicción agraria y notorios avances en la reforma rural, representan la posibilidad de convertir nuestra producción agropecuaria en una real alternativa de desarrollo y soberanía, previendo de paso los riesgos por la grave crisis de hambre que atraviesa la humanidad. Para que sea sostenible se suma la lucha por la protección de nuestro patrimonio ambiental, avanzando en los debates sobre la prohibición de prácticas irracionales como el fracking, poniendo controles a una desaforada actividad que arrasa los ecosistemas y comunidades al paso de grandes empresas inescrupulosas y redes ilegales.

Al tiempo que avanzamos en dar garantías de transparencia y acceso a la información, vamos fortaleciendo la participación ciudadana y la gestión comunitaria, lo cual se suma a la aprobación de instrumentos como el Acuerdo de Escazú, que busca brindar protección al trabajo de los líderes ambientales. Todo esto sin dejar de lado nuestro enorme esfuerzo por mejorar la seguridad a través de la construcción de paz; no solo con los avances en las mesas de diálogo con las guerrillas sino también con las estructuras criminales de alto impacto, que hoy tienen un fuerte efecto tanto en las ciudades y las subregiones a las que han extendido sus negocios del crimen, como en las zonas rurales. A esto se debe sumar el trabajo por dignificar la labor de la fuerza pública, mejorando sus condiciones, fortaleciendo su filosofía de servicio y erradicando la corrupción a su interior; así como la efectividad en la lucha contra el crimen organizado, propinando los más duros golpes a las redes de narcotráfico y corrupción.

Este Gobierno del cambio ha fortalecido la política de ayuda a la gente más necesitada, porque entiende que la inclusión y las oportunidades económicas que los sacarán de la pobreza no tienen efecto inmediato ni aplican en todos los casos; pero no cesa en su empeño por abrir condiciones a la productividad y la autosostenibilidad, fortaleciendo capacidades y generando oportunidades, con enfoques diferenciales y un profundo sentido del pluralismo.

Hacemos parte de un proyecto que produce resultados concretos en la lucha contra la pobreza y el hambre, en la generación de empleo y riqueza, en la protección de derechos fundamentales, en la dignificación del campesinado y la producción agropecuaria, en el cuidado responsable de nuestro planeta y en la modernización de la economía, en las garantías de participación a nuestros líderes y en la mejora de condiciones de seguridad para toda la población.

Este proceso de cambio tiene que emprenderse también desde cada municipio, desde cada comuna; las asambleas departamentales, los concejos y las JAL tienen que ser el escenario democrático para adecuar estos cambios a la realidad territorial; en cada alcaldía y gobernación necesitamos personas comprometidas con transformar esta realidad excluyente que hemos tenido, donde “los nadie” solo han sido invitados a depositar su voto con promesas de “ayudas”. Nuestros candidatos y candidatas representan la mejor alternativa para que esos cambios lleguen a través del Plan Nacional de Desarrollo PND, para que a partir de su sintonía con el Gobierno nacional fluya la coordinación y articulación necesaria para el desarrollo regional, para que los sectores excluidos tengan participación efectiva en el gobierno de su territorio.

El cambio está en marcha: inició en las regiones y se convirtió en proyecto nacional, tiene forma de gobierno central, de leyes y de plan de desarrollo; ahora necesita llegar a los territorios en forma de gobierno local y departamental, de programas y planes, de acuerdos y ordenanzas, de asambleas, cabildos y concejos; de gente dispuesta a construir un país más plural, con más oportunidades y en paz. El cambio necesita que ganemos las elecciones de octubre y derrotemos también allí a este viejo sistema.