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En Buriticá tenemos nuevas víctimas de esta demencial violencia generada por la mala administración de nuestros minerales. Al igual que en similares circunstancias, se han activado los dispositivos de represión en contra de los mineros informales y fortalecido los de seguridad en favor de la empresa (concentrando buena parte de esa fuerza pública que se necesita para proteger a toda la población); al tiempo que la justicia, gracias a priorizar el caso y a las millonarias recompensas ofrecidas, tal vez dé con los autores materiales del siniestro, pero no con la temible red de corrupción e ilegalidad que hay detrás del comercio de oro y explosivos, y que instrumentaliza a la gente más pobre, llevándola a ofrendar sus vidas, bien sea afectando o defendiendo los intereses de la empresa.

La Zijin Continental Gold, como lo haría cualquier empresa que tiene sus inversiones en nuestro país, reclama las garantías de seguridad para mantener su explotación, y el Estado responde con su capacidad institucional, pero no sucede lo mismo con los reclamos de una población campesina y minera que lleva años denunciando el despojo violento del que han sido víctimas, cuando se decidió privarlos de una práctica ancestral y de subsistencia para entregar la exclusividad minera a una empresa extranjera. Un profundo conflicto entre lo tradicional, lo ancestral y lo legal, que no ha sido resuelto con criterios de justicia y equidad sino por la vía de la violencia legal e ilegal, con intervención de la fuerza represiva del Estado o con la de grupos ilegales que actúan a favor o en contra de las empresas, a conveniencia propia y poniendo en el centro de la presión a la población campesina y minera.

En distintas regiones mineras de nuestro país, grandes empresas se han dedicado a corromper autoridades para arrasar impunemente con los recursos naturales, las economías locales y el tejido social; donde se pretende dejar sin sustento a miles de familias que durante varias generaciones han vivido de la minería, donde la pobreza y el atraso aumentan a medida que se eleva las extracción de minerales y donde algunos no han tenido reparo en servirse de grupos paramilitares para proteger su riqueza, la respuesta no puede seguir siendo la mano dura y la negación de las causas profundas de este problema.

En Buriticá, y donde quiera que haya minería tradicional y ancestral, debe existir lugar para la inclusión con justicia y equidad, deben disponerse áreas de explotación para el trabajo digno de los pequeños mineros, no como subordinados de la empresa o en zonas agotadas, sino como empresarios con posibilidad de crecer y de generar bienestar para ellos y sus propias comunidades. En esto las empresas y el Estado tienen un papel determinante: las primeras, con la devolución de áreas en favor de esta población y el estricto cumplimiento de sus obligaciones, y el segundo, con una labor eficaz de fiscalización y una clara determinación por la justicia económica y ambiental.

Durante muchos años se ha ensayado la lógica de la violencia para ordenar la explotación del subsuelo y hechos como este de Buriticá demuestran su fracaso; a no dudar, la solución a este problema pasa por la paz total y por el cambio en unas reglas de juego que han generado una profunda asimetría entre los grandes capitales y las regiones mineras. Ojalá se castigue efectivamente a los responsables de este grave atentado, pero que también emprendamos el cambio de rumbo…